Hace tiempo que los trabajadores han tomado buena cuenta del carácter antiobrero y antinacional de estas patronales, y han sacado conclusiones sobre lo que cabe esperar al respecto. Si “la humanización del capital” y la conciliación de clases con que el peronismo pretendió cimentar el frente de clases en los cuarenta y los cincuenta encerraba una imposibilidad cierta que antes o después habría de manifestarse, como quedó en evidencia en septiembre de 1955 y en marzo de 1976, en el presente lo que está a la vista es un antagonismo irreductible.
Las grandes cámaras empresarias han rearmado su bloque patronal, fracturado desde 2008 por las diferencias entre terratenientes e industriales durante el enfrentamiento en torno a las retenciones, y se aprestan a dar batalla en defensa de sus derechos de propiedad y en contra la de interferencia sindical en asuntos de su “exclusiva competencia”. La previsible reacción de los altos círculos de negocios es motivada por el proyecto del diputado Héctor Recalde, destinado a poner en práctica lo que la Constitución establece desde hace cinco décadas: la participación de los trabajadores en la distribución de las ganancias. Ese distinguido círculo, integrado por la industria, el gran comercio, la construcción, la propiedad terrateniente, la banca y la bolsa, declaró días atrás su rechazo categórico a “los proyectos en cuestión, máxime cuando se comprueba que avanzan hacia un poder de interferencia sindical que choca contra los principios constitucionales de derecho de propiedad y de ejercicio de toda industria lícita, al otorgar a los sindicatos facultades de fiscalización y de información ajenas a su cometido, muy superiores a la de los propios accionistas”.
La indignación de estos “honorables” burgueses es comprensible. Durante más de dos siglos el capitalismo ha impuesto entre sus portadores la creencia de que la fuerza de trabajo es una mercancía más y que, en consecuencia, una vez pagado su precio, lo que sobreviene es el sagrado derecho a disponer sin limitación alguna de los resultados de su explotación. Esta creencia, que para cualquier empresario es una verdad de sentido común, no admite –según ellos– discusión alguna, así como tampoco la admite el supuesto derecho a mantener frente a sus trabajadores en el más estricto secreto las cuentas de sus empresas. La nota con la que La Nación dio cuenta del comunicado del Grupo de los Seis es ilustrativa al respecto. Según el cronista, uno de los participantes del encuentro emitió off the record esta sabia reflexión: “Esto es una locura. Los gremios van a tener una herramienta para jorobar desde adentro revolviendo papeles”.
No es para menos. El artículo 18 del proyecto en cuestión establece que “la asociación sindical podrá fiscalizar la información proporcionada por la empresa y requerir la totalidad de la información complementaria y documentación respaldatoria que considere necesaria para cumplir con su cometido”. Esta exigencia es de cumplimiento obligatorio “no pudiendo (la empresa) negarse a su entrega ni obstaculizar el ejercicio de las facultades de control. En caso contrario será considerada práctica desleal”, y los trabajadores podrán hacer valer su derecho a través de la justicia, al margen de las multas o sanciones que correspondan.
Este artículo es la llave maestra del proyecto. Las grandes corporaciones, por ejemplo en ramas como la automotriz y la alimentación, denunciadas por la AFIP, se valen de distintos artilugios para disimular ganancias y evadir impuestos. Que los empresarios estén obligados a abrir sus libros a los representantes sindicales, a pesar de la corrupción de la burocracia (hay sindicatos que cobran a las empresas una tasa por cada trabajador en negro, a cambio de no presentar la denuncia correspondiente), constituye un peligro cierto y un precedente que no puede dejar de alarmar a los sufridos hombres de negocios.
Así las cosas, los trabajadores están convocados a una doble batalla: primero para vencer las resistencias que se han desatado en las filas patronales, entre los partidos de la derecha y aun en sectores del oficialismo; y luego, para imponer la democratización y una política independiente en los sindicatos.
Como en Cuba
Cuando se enteró de la iniciativa del diputado Recalde, el titular de la Unión Industrial, Héctor Méndez, declaró muy suelto de cuerpo que “Argentina se parece a Cuba”. Inmediatamente sobrevinieron las advertencias patronales sobre sus consecuencias: pérdida de competitividad empresaria, caída de las inversiones y vulneración de la seguridad jurídica, entre otras calamidades. Méndez fue presidente de la central industrial en los noventa, cuando la gran burguesía fabril era oficialista con Menem. No es un directivo con peso propio, más bien un fantoche colocado por el ala neoliberal, especialmente las corporaciones agroalimentarias agrupadas en Copal, pero en esa opinión (que se cuidó muy bien en repetir), está expresado el pensamiento que la mayoría de sus pares no se atreven a formular públicamente. Se trata de una burguesía reaccionaria, asociada al capital extranjero, responsable de la colosal fuga de capitales que bloquea los resortes internos de una acumulación autocentrada; una burguesía enriquecida en los circuitos de la especulación financiera de la década pasada, mientras el “uno a uno” y la apertura comercial destruían segmentos fabriles enteros; una clase miserable que añora los años de la flexibilización laboral de Menem y De la Rúa, “los contratos basura”, los despidos baratos y la norma que permitía pagar con monedas los accidentes laborales. Sus dirigentes son dignos descendientes de aquellos patrones que a fines de 1945 organizaron un fallido lock out para tratar de impedir la puesta en práctica del aguinaldo.
Hace tiempo que los trabajadores han tomado buena cuenta del carácter antiobrero y antinacional de estas patronales, y han sacado conclusiones sobre lo que cabe esperar al respecto. Si “la humanización del capital” y la conciliación de clases con que el peronismo pretendió cimentar el frente de clases en los cuarenta y los cincuenta encerraba una imposibilidad cierta, que antes o después habría de manifestarse, como quedó en evidencia en septiembre de 1955 y en marzo de 1976, en el presente lo que está a la vista es un antagonismo irreductible.
Esto es de suma importancia tenerlo en cuenta. El nuevo Frente Nacional que aglutinará a las grandes mayorías en las próximas batallas políticas, habrá de construirse sobre una especial tensión de clase. Entrelazadas con las reivindicaciones nacionales, democráticas, populares y antiimperialistas, estarán presentes las interpelaciones de clase, que darán significación a la presencia decisiva de los trabajadores y el conjunto de las masas explotadas. La lucha por la emancipación nacional plena es al mismo tiempo la lucha por el socialismo; uno y otro objetivo están firmemente unidos sobre la base de una acumulación de contradicciones que divide a la sociedad argentina en dos campos definitivamente antagónicos.